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Derrotas nocturnas

Cuento

El trueno en el cielo reblandeció nuestros oídos. Fue imperante dirigirnos a su cama. Se pegó a mí, en ese instante se levantaron con ímpetu sus manos que, al parecer, habían estado al acecho. Antes de que apartara la cabeza, se sujetaron con fuerza de mis sienes y atrajeron mi boca, bajándola de su frente a sus labios. Se pegaron con tal ardor, tan ansiosos, que los dientes tocaron a los dientes, y al mismo tiempo se irguió y tendió su pecho para rozar y sentir mi cuerpo inclinado. Pocas veces he recibido un beso tan salvaje, tan desesperado y sediento, como el de Margarita.

Emocionado, la sujeté con fuerza, me fue sencillo levantarla del piso, amarró sus piernas a mi espalda, la gracia de su rostro aumentó al rozar su entrepierna con el relieve que surgía de la mía, deseosa de atacar.

Un nuevo resplandor iluminó su obscuro departamento dejando al descubierto nuestros cuerpos desnudos sujetos en medio de su taller. Le fascina trabajar con madera y, para mi sorpresa, la tersura de sus manos recorría a placer mi piel.

La apoyé en varias paredes en dirección a su cuarto, aproveché cualquier rincón para seguir disfrutando de su delgada y escurridiza lengua. En la cama se subió a mí; el ardor de sus besos fue sólo el inicio del incendio que abrazaba su interior. Una noche de suerte para mí, considerando la serie de derrotas amorosas que me azotaron por aquellos días.

Tras el tiempo que disfrutó su posición, sentí que el momento de liberar mi energía contenida había llegado. Aquella era mi primera vez con Margarita, la falta de confianza me obligó a iniciar con el misionero; asumió mi posición. Sin más, de un momento a otro, se durmió la verga, dejó de pertenecerme.

— ¿Te desconcentraste? — acarició mi cabeza — , tranquilo, no pasa nada.

Me repugnó la frialdad y sarcasmo con que pronunció sus palabras tras los cinco intentos que hice por salvar mi orgullo. Fue su palma sobre mi espalda lo que me encendió, compadeciéndose de mi incapacidad. Margarita cambió su actitud, comprendió que la diversión llegó a su fin. Los ojos que brillaron encantados se endurecieron y tendió el arco de sus cejas.

Tomé la única salida disponible para mí: largarme de su casa. Nos besamos un poco más, salí de su cama para vestirme y levar el ancla de mi embarcación inservible en medio de promesas de ambas partes de volver a vernos; ni las anclas ni los juramentos amarran para siempre. Nada abunda tanto en la tierra como las alegres promesas incumplidas.

La lluvia seguía, torrencial, al tomar el vehículo que me transportaría de aquella casa. Una despedida veloz, una última probada a las ascuas de la incandescencia que me fue imposible incendiar. Dentro del taxi, sentí una decepción tirana, devastado ante la falla de mi miembro. A unas calles de mi casa le pedí al conductor cambiar de rumbo, antes de encerrarme en el cuarto con mis angustias, tenía que pisar un lugar que quizá animara mi humor.

Solicité que me llevara al oriente de la ciudad, un viaje a mi pasado para encontrar cosas extraviadas en el camino. Pagué más de lo acordado además del tiempo, desperdiciado en lamentos, intentando hallar al responsable de mi verga muerta.

Agrícola Oriental es el nombre de la colonia a la que llegué, ahí estudié la primaria, vendí tacos en un tianguis durante mi adolescencia y conocí una morra que fue mi chava, en ese orden. Bajé unas calles antes, casi quince minutos a pie previo al lugar que tenía en mente. Siempre he creído que es necesario aspirar la calle por donde vas, sentir su densidad, ajustarse a su ritmo, intentar parecer una creatura nocturna entre el océano de obscuridad y silencio.

Quizá fue la falta de alimento, tal vez bebí un trago de más, una cascada de excusas escurría por mi mente apresurando mi camino. Cada vez más vacía la calle, cercano el momento de abandonar la camaradería, se endureció mi mandíbula.

Una puerta azul, rectangular, gastada, en medio de un par de paredes grises, desapercibida por cualquier individuo alejado de tragos nocturnos, apegados a las buenas e hipócritas costumbres. Un paso adentro y una señora atendiendo un cuarto repleto de flores, el elixir melifluo contrastó con el agrietado entrecejo mal humorado.

— ¿Qué quiere?

— Dos rosas, un cempasúchil y un huele de noche.

— No es época de cempasúchil.

— Aquí siempre es temporada de cotorros.

Removió un par de hojas y crucé sonriendo, de antemano supe que no obtendría respuesta positiva. Hasta hoy sigo sin saber qué significa la temporada de cotorros, pero es la única forma en que te permiten el acceso a su patio.

Todo seguía igual a la última vez que estuve ahí, sillas de plástico formando un rectángulo en el centro del patio, una madera empotrada en la pared servía de cantina, uno de los sitios más resguardados, y el marco de la puerta que conducía a los baños, el fétido olor hace resistir las ganas de orinar.

Fue como la primera vez que recuerdo. Mucho alcohol, una tensión oculta y la sensación de emociones futuras alteradas por la adrenalina. Llegué aquí por un compañero del box, me dijo que los días chingones eran los miércoles y domingo, aquella noche estaba a poco de hacerse lunes.

Poco a poco, en menos de 20 minutos, sumamos casi treinta hombres, algunos acompañados, varios más como yo, esperando en silencio, otros mezclándose, conociéndose. Perdí la sensación de disgusto gracias al par de vodkas que bebí, me sentí casi feliz. Todos parecían ser gente tan simpática fumando mariguana, metiéndose coca o quemando piedra.

Corridos y canciones de banda animaron el ambiente; la música doma bestias, en este caso las alentó. El baile sería distinto, la lluvia dejó el centro de la pista húmedo, el olor a tierra mojada pronto se disipó para dar lugar al olor a plástico quemado de la piedra, bocanadas que integraron océanos de alientos dispuestos a algunas horas de alegría.

La música se esfumó, apagaron las pocas luces y con una lámpara en mano, alguien indicó el rostro de un hombre al centro de la pista portando un micrófono.

— Hoy necesitamos a cuatro voluntarios, los que teníamos se rajaron. Pero mientras se deciden, la sorpresa de la casa, una pelea de altura.

Dudé poco de ese último comentario, si existía un lugar para buenos tiros, era ese. La gente venía por gusto al inicio, las peleas son solo en la noche, aunque de manera clandestina el bar opera todo el día, igual que las flores de la entrada. Las apuestas se incorporaron pronto elevando la temperatura de la sangre y, para quien quisiera disfrutar de un trago y madrazos, también era opción.

Las luces volvieron a apagarse, sonó Eye of the tiger, típico de todos aquellos que han crecido viendo películas de boxeadores, y al encender las luces, al centro apareció un enano moreno, pelón, confundiendo su cuerpo entre sobrepeso, los efectos de su enanismo y los músculos semidesarrollados por levantar pesas. El retador.

Tras aplausos y rechiflas, las luces se esfumaron, la presentación del campeón inició con Puto de Molotov. Alegría generalizada, el gozo de los gritos creció al encenderse la luz; un enano famélico, carcomido el rostro por las imperfecciones y descalzo. En su cintura, orgulloso, un cinturón de campeonato. El actual campeón, El fino de la Oriental.

Reabastecí mi vaso, la garganta se secó por los chiflidos, siempre he tenido debilidad secreta por aquellos que están por romperse su madre. Nos arremolinamos cuidando los movimientos bruscos; a pesar de la sangre caliente, pocos están dispuestos a medirse a los madrazos sin billete de por medio; el orgullo del hombre palidece ante un poco de presión o un madrazo bien conectado en su humanidad.

Un niño no mayor a 12 años me jaló de la camisa.

— ¿Por quién vas a apostar?

Lamenté su pregunta, deseé que no la hiciera; saqué mi dinero y aposté al retador, el campeón junto con mi verga muerta, podían irse a chingar a su madre por inservibles. En cuanto tuve mi comprobante en mano, un pedazo de hoja con la cantidad apostada junto al nombre de mi luchador, me sentí asqueado. Me remordió la consciencia, ganara o perdiera, mi orgullo estaba destruido, un instante insípido.

Inició la pelea pactada a tres rounds de cinco minutos y si al final no convencían, se aventaban dos más de tres minutos, a como diera lugar, tendría que salir un ganador.

Lo que inició con patadas y algunos puñetazos, se convirtió en jalones de cabello, mordidas, el retador haciendo llaves en la escurridiza humanidad del campeón quien, tras cada escape, corría con pasos torpes al otro lado del improvisado cuadrilátero, y subía las manos, bailando, animando al público.

Terminó el primer round, el retador lucía agotado, el cuerpo brillando en sudor; el campeón platicando con el público, fumando y bebiendo cerveza. Me llenó de coraje ver el talento de mi apuesta frustrado por la velocidad frente sí. Intenté llegar a su esquina en medio del mar de gritos cavernosos apestando a borrachera de días, tensiones de enojo, rostros endurecidos por la violencia, hambrientos de más golpes.

El segundo round fue más de lo mismo, el campeón corriendo, huyendo al enfrentamiento, jalando del cabello de vez en vez a su oponente, alternando cachetadas con risas. Casi hacia el final de los cinco minutos, tiró un derechazo que se estrelló en la cuadrada mandíbula de su rival. El round finalizó mientras se ponía en pie. Lo salvó la campana y los cuatro brazos que lo arrastraron a su esquina impedirían que el encuentro se detuviera.

Mis intenciones eran claras, hablar con mi muchacho, compartir conocimiento de ring, tips que lo impulsaran a la victoria, justo como lo hacía el vodka en mi sangre; el volumen de los gritos era mayor, la euforia a nada de desatarse. A casi unos metros del retador, observé manotazos azotando su espalda, algunos otros jalaban su cabello, había quienes lo empujaban y claro, insultos junto con escupitajos.

— Si pierdes te mato, hijo de toda tu puta madre.

— Enano pendejo, te metí billete, no la cagues.

— Chinga tu madrecita, chingadera.

Detuve mis intentos de hablarle, ya todo estaba dicho. Con desánimo lo observé ponerse en pie, sus rodillas formando un pequeño arco y los anchos brazos colgando, inertes. Ahí iban los $500 pesos que aposté. Campanada de inicio y la pelea se hizo una persecución; un par de cuerpos deformes corriendo, uno con rostro sonriente, el otro mostrando preocupación, manteniendo la gracia en sus movimientos.

Ese día se rompió la única regla del lugar: no intervenir en las peleas. Alguien le metió el pie al campeón, cayó al suelo, tras él, el retador sobre su espalda. Veloz, sujetó la cabellera de su rival y azotó tres veces el rostro contra el piso. Brotó sangre casi tan rápido como vasos, botellas de cervezas y madrazos sin dirección por parte de la fanaticada.

Logré quitarme algunos, otros más se estrellaron en mis costillas y espalda; jabs y rectos de mis puños, varios chocaron en diversos rostros, a veces se escuchaba el tronar de los huesos. Fue la única manera en que me abrí espacio hacia la salida; tuve que empujar a la señora que pretendía cerrar la puerta. Su grito al caer se perdió en la campal. Tras de mi salieron varios más, cada uno corrió a su destino, el mío: mi cama a una hora de distancia, tiempo necesario para repensar mis derrotas nocturnas.

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